jueves, 3 de julio de 2014

Capítulo ocho: octava soledad.

No pegué ojo en toda la noche. Me sentía vulnerable y me estaba convirtiendo a la locura. Pasé horas observando cuidadosamente cada rincón de mi casa. Encendí todas y cada una de las luces y guardé estratégicamente diferentes cuchillos en diversos lugares de mi vivienda. Tenía la sensación de que yo era su próximo objetivo y que si no había sido asesinada ya no era si no porque se me había aparecido un ángel o algo por el estilo. Se me erizaba el vello con cualquier ruido sospechoso y no me sentía segura en ningún rincón. Tenía ganas de llorar pero no encontraba las fuerzas. No entendía qué estaba pasando y por qué me estaba pasando a mí. Mi cuerpo comenzó a acalorarse de forma mediocre conforme amanecía y pude refugiarme en el único haz de luz que traspasaba las cortinas y descansaba sobre el suelo de mi habitación. 

Ya entrada la mañana decidí dar una vuelta por el pueblo con el fin de pegar la oreja en las conversaciones de las señoras mayores que se habrían enterado de todo rumor posible. Intenté disimular mi desequilibrio vistiendo lo más elegante posible, aún así las ojeras revelaban mis preocupaciones. Visité la panadería, la peluquería, el mercado...Sin embargo nadie parecía preocupado, nadie comentaba nada de lo que había ocurrido. Normalmente cuando desaparece el gato de alguna familia todo el pueblo permanece una semana casi de luto comentando lo ocurrido, no entendía por qué tras la muerte de dos muchachas jóvenes nadie parecía inmutarse. Pasé a la floristería y compré un ramo de rosas violetas y mentas y me encaminé a la residencia Cólibrie. Al llegar, todas las puertas y ventanas estaban cerradas. No había ningún coche estacionado frente al garaje y las flores del jardín se habían marchitado. Entré cuidadosamente en el recinto y golpeé la puerta principal. Tras esperar unos segundos nadie abrió la puerta. Insistí algunas veces más y obtuve el mismo resultado. Tras desistir caminé hacia la vivienda más próxima. Allí me recibieron dos ancianas cuyos rostros expresaban incertidumbre y desolación. Al acercarme las escuché murmurar. 

-Dicen que la noche que murió la hermana del oficial la luna se tiñó de un rojo sangre muy intenso. 
-Sí, yo también lo escuché. Pobre policía, le depara un destino terriblemente horrible...
Caminé a pasos quedos hasta que ambas mujeres fueron capaces de advertir mi presencia. 
-¿Qué te trae por aquí, jovencita?
-¿Saben dónde están los Cólibrie?- pregunté con voz tenue. Una de las ancianas se sorprendió.
-¿No te has enterado, muchacha? Tras el grave incidente se mudaron sin decir nada a nadie.- Tras decir aquello, la viejecita observó las flores que llevaba en la mano. Suspiré.- ¿Quieres que me quede las flores y así haces feliz a una pobre anciana? 
-Claro, quédeselas...- caminé hacia mi casa torpemente. Me sentía desolada. Llevaba en mi pecho un peso que no sabía cómo iba a quitármelo de encima. Tras unos minutos andando por un camino de tierra que se dirigía al centro del pueblo recordé la sonrisa de Lucrecia del brazo de aquel hombre y me derrumbé. Comencé a llorar. ¿Y si pude haberlo evitado? Golpeé la tierra con los puños cerrados y tras darme cuenta de que aquello no conducía a ningún puerto, desistí. 
Me levanté y caminé hacia la comisaría, de nuevo. Allí un agente de policía fijó su atención en mis sucias ropas y mi apenado rostro. 
-¿Le sucede algo, señorita?- el hombre se mostró cauto. 
-¿Puedo ver a Kory?
-Lo siento, el oficial Malí pidió la baja voluntaria esta mañana. - hizo una mueca compasiva y se dio media vuelta.
-¿Puede darme su dirección? Por favor.- el agente dudó durante unos instantes y después se resignó.
-No puedo hacer esto, así que si le preguntan yo no he sido, pero tenga.- me entregó un post-it con una dirección que reconocí al instante y después se dirigió a un compañero suyo.
-Gracias.
Marché de allí lo más rápido posible y me encaminé a la residencia de Kory. Al llegar le encontré guardando multitud de maletas en un todoterreno. Corrí a su encuentro, él no se inmutó al verme.
-Hola Kory...
-Hola Alma.-dijo mientras continuaba colocando su equipaje en el maletero.
-¿Te vas? 
-¿Acaso no lo ves?- respondió seco.
-¿Para siempre? - me mordí el labio.
-No lo sé.- guardó la última maleta en el coche y me miró a los ojos.- De momento voy con mis padres a casa de forma permanente. No se si cambiaré de opinión, aunque no creo que aguante mucho allí metido. De todas formas no creo que vuelva más aquí...- su rostro se sumió en la desolación y sus ojos perdieron por unos instantes todo posible atisbo de brillo. Permanecí callada y quieta frente a él. No tenía nada que decir. 
-Lo siento. -murmuré. 
-No tienes que sentir nada, no quiero la compasión de nadie.- se dio media vuelta y se montó en el coche. Caminé hacia él y le observé a través de la ventanilla, la cual él bajó.- Te deseo lo mejor, ha sido muy acogedor conocerte, Alma. 
Me aguanté las lágrimas. 
-Seis, cinco, tres, cuatro, cero...
-Apúntalo.- rebuscó en su bolsa de viaje y encontró una libreta a la que estaba sujeta un bolígrafo. Anoté mi número de teléfono y se lo devolví. Kory me respondió con un intento de sonrisa que resultó tan marchita como su corazón en aquel momento y arrancó el motor. Me aparté sin dejar de mirar sus ojos, que deambulaban sin rumbo en la inmensa oscuridad de su alma y se fue.  

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